¡Escapar!

Desde luego, el año no podía empezar de forma más trágica y a la vez, extraña. El sendero no había cambiado desde el verano anterior, en que se quemó parte de los bosques colindantes. Aún así, aquí se produjo el incidente, cuyas consecuencias aún padecemos todos, y sin que, hasta la fecha, se sepa con todo detalle lo que realmente ocurrió. Jorka es un perro de raza Shiba Inu, una raza japonesa tan común en el país de sol naciente como desconocida en nuestras tierras. Es de tamaño mediano, simpático con las personas aunque reservado con los niños – no le gusta que le estiren las orejas o los pelos del bigote. No le gusta el agua, pero esta similitud no mejora su relación con la gente felina. Los demás perros le interesan mucho, como corresponde: juega con los cachorros y las hembras, y se pelea con los perros más grandes que él. Y este último rasgo fue la causa de la tragedia que asoló nuestra familia. Paseaba a Jorka como lo hacíamos siempre, yendo por un camino a pie de la montaña, que rodea el pueblo y ofrece una vista preciosa sobre la llanura y la bahía. Al ser ya de noche, las luces de los pueblos del rededor, junto con las luces navideñas que decoraban las calles de estos, permitían disfrutar de un espectáculo casi mágico, cuyo esplendor no venía interrumpido por el desfile de coches habitual en centros urbanos más fornidos. Sólo se notaba un fragor dulce a pino, la leve brisa produciendo asimismo una sensación de tranquilidad, por su acción apaciguadora sobre la amigdala. Mientras dejábamos atrás buena parte del camino, oí un rugido súbito a mis espaldas, profundo y salido de la nada, que me provocó una taquicardia repentina. Giré ciento ochenta grados. Jorka estaba en alerta, escudriñando la proveniencia del inequívoco ruido. Fue cuando lo ví... demasiado tarde. Nunca hubiéramos podido correr lo bastante rápido cómo para escapar del oso.